Por estos dÃas he estado rompiendo cosas poco después de la salida del sol, pero lejos de intimidar, me reta. Todo comenzó con la caÃda de un espejo, era domingo y despertamos temprano por la costumbre de la semana, hice un mal movimiento con la sábana y me lo traje, se partió apenas tocó el piso, no en muchos pedazos, tampoco a la mitad, solo lo suficiente para quedar inservible.
A ese evento, de aparente mala suerte, le siguió un dÃa precioso, de esos que te recuerdan un pasado bonito y evocan en el interior las sensaciones de la primera vez. Dos dÃas después, desperté y fue solo poner un pie en el suelo para tropezar con un vaso que se quebró en todos los fragmentos que pudo. Me cuestioné de inmediato la coincidencia de tanto vidrio roto, pero no me rendà ante la presión de una superstición histórica y decidà tomarlo como un motivo para tener un buen dÃa. Asà fue, lo logré, no me costó, el dÃa fluyó como un recordatorio de que la mala suerte solo existe porque creemos en ella.
La falta de oportunidades, de acceso, de posibilidades para la mayorÃa, eso es real, pero no es mala suerte. Los espejos rotos, los gatos negros, contar los planes, son la respuesta menos molesta a una realidad sobrecogedora que no siempre depende de nosotros.
Me gusta pensar en la mala suerte como un justificante y no como la respuesta a lo que es simplemente vivir. Tener dilemas que superar todos los dÃas es vivir, no imagino una vida sin conflicto, sin contradicción, sin dudas que nos asalten en la madrugada y obliguen a escribir largas disertaciones, bellas canciones o le den vida a un lienzo sin color.
Ahora, cada que me encuentro ante vidrio roto, una mariposa negra o una barrida de pies, lo tomo como un presagio de conquista, como un impulso por demostrarle a la vida que la mala suerte no existe, porque lo malo ya viene insertado en cada dÃa.